Dwight L. Moody fue un evangelista y editor Americano, quien vivió en el siglo 19. De las muchas instituciones, Moody fundó el reconocido Instituto de Biblia Moody y la Casa Editorial Moody, y ambos existen hoy día. El fue conocido por sus sermones penetrantes y apasionados y por liderizar campañas de avivamiento muy populares en Gran Bretaña y los EUA.
En una de sus publicaciones, titulada “Las Anécdotas de Moody”, el escribió una historia provocativa acerca de un arte exhibido en una galería de Londres. A distancia, la imagen parecía retratar a un monje inmerso en oración – sus manos cerradas, su cabeza inclinada. Sin embargo, tras un exámen más detallado, la realidad de la actividad del monje se hizo más clara. El no estaba orando. En realidad el estaba exprimiendo un limón en una ponchera.
Esta ilustración presenta una reflexión apropiada durante este año de elecciones, cuando la reputación e integridad de los candidatos presidenciales ha sido cuestionada en una magnitud desconocida. Hipocresía e inconstancia han sido temas candentes durante esta carrera presidencial, y nosotros, los electores, nos preguntamos si los “monjes” estarán orando o, ciertamente, exprimiendo un limón en el panorama nacional.
Pero las elecciones presidenciales son solamente una nota al margen en mi editorial de hoy. No es mi intención discutir la integridad de nuestros políticos en este comentario, sino la tendencia natural que los seres humanos tienen de exaltar su propia bondad, con frecuencia escondiendo la condición verdadera de sus corazones.
Creo que el anécdota del arte de Moody es una observación graciosa y a la vez penosa que refleja justamente la posición hipócrita de mucha gente de fe. Observados superficialmente, muchos de nosotros tenemos la tendencia de ser buenos, justos y santos, mientras que en realidad, la contradicción entre nuestra apariencia externa y la realidad interna son únicamente conocidas por completo por Dios, y quizá por familiares inmediatos.
Muchos tienden a valorar la apariencia de amabilidad más que la fe verdadera y transparente de uno. Por fuera, nosotros, los-que-asistimos-a-la-iglesia, conocemos todas las palabras de moda, reflexiones y trabajos de caridad necesarias para darnos la apariencia de santidad frente a nuestros semejantes.
Estamos de acuerdo con seguir las reglas, vernos y comportarnos de cierta manera. También somos rápidos al juzgar a aquellos que aparentan no seguir nuestros decretos (muchas veces legalistas). Pero cuando nos dejan solos con nuestros pensamientos y acciones, no es raro que éstos no reflejen caridad genuina y buen espíritu.
En su tiempo, Jesús se refirió a este tipo de personas como “tumbas blanqueadas.” Se ven bien por fuera – castas, controladas y sabias. Pero su fe era superficial y no producía fruto sustancial.
Estos son los buenos cristianos que no se pierden un servicio un domingo, pero que dan las espaldas a sus familiares no cristianos. Estos son amigos cristianos que difaman su nombre cuando usted no está cerca. Estos son chismosos quienes son rápidos en correr rumores y denunciar a pastores, rabinos y otros líderes sin verificar los hechos. Estos son diáconos y maestros de escuela dominical quienes ven pornografía cuando nadie los está viendo.
Como tumbas blanquedas, ellos viven una fe que está muerta por dentro. Sus trabajos y apariencias son para un show, no un reflejo de un corazón cambiado y generoso.
Todos hemos sido hipócritas en algún momento, pero yo personalmente tiemblo ante el pensamiento de fe hipócrita, porque sinceramente creo que ésta es una de las razones por la que muchas personas dejan la iglesia. Rodeados de monjes quienes exprimían limones mientras se veían santos, ellos están expuestos a religión despiadada, y consecuentemente eligen apartarse de Dios.
Que nunca sean halladas nuestras palabras y apariencia más profundas que nuestra fe, para que no nos convirtamos en un tropiezo para el mundo que nos rodea, y así vivir una vida de poco impacto y consecuencia en los lugares que hemos sido plantados.
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