“Por lo tanto, también nosotros, que tenemos tan grande nube de testigos a nuestro alrededor, liberémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante. 2 Fijemos la mirada en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien por el gozo que le esperaba sufrió la cruz y menospreció el oprobio, y se sentó a la derecha del trono de Dios.” Hebreos 12:1-2
Era el 20 de Octubre de 1968. Miles de espectadores llenaban el Estadio Olímpico de la Ciudad de México. Corredores de todas partes del mundo resistieron un evento de 24 millas y 385 yardas. Mamo Wolde de Etiopía cruzó la meta final, ganando una medalla de oro y luciendo tan fresco como cuando empezó la carrera. Mientras otros corredores continuaban llegando, los espectadores comenzaron a dejar el estadio. De repente, el sonido de sirenas de ambulancias llenó el aire. Todas las miradas se voltearon hacia el portal mientras el corridor número 36, llevando los colores de Tanzania entraba al estadio. Su nombre era John Stephen Akhwari. Recorrió los 400 metros enteros con sus piernas llenas de sangre y vendadas hasta llegar a la meta final.
El estadio explotó de emoción y aplausos mientras que los espectadores contemplaban la sonrisa de triunfo sobre dolor que este pequeño hombre demostró al terminar su carrera. Más tarde ese día, un reportero le preguntó: “¿Por qué continuó en la carrera después de haber sido herido de tan mala manera?” Su reflexión es una inspiración para mi alma: “Mi país no me envió a recorrer 7.000 millas para comenzar la carrera. Ellos me enviaron a recorrer 7.000 millas para terminarla.”
Mientras leía la historia de Akhwari, pensé en la profundidad de su declaración y resolución. El entendió un concepto que es clave para obtener la victoria sobre cada obstáculo que enfrentamos: Que la vida no termina hasta que Dios dice que se termina.
Cuando me diagnosticaron cáncer hace dos años, mi primera reacción fue temor, naturalmente. Pero mientras los días avanzaban y el temor trataba de apoderarse de mí, yo rechacé el rendirme ante sus ataques mortales. En cambio, cada vez que me sentía atemorizada, yo oraba. O escuchaba canciones de adoración. O leía mi Biblia. Tampoco cambié mi rutina. Tan pronto como pude, después de haber sido operada continué escribiendo y participando en las actividades de mi iglesia, con frecuencia ministrando a aquellos que pasaban por situaciones dolorosas. En vez de rendirme a la desesperanza, encontré una esperanza enorme. En vez de perder fe, encontré un nuevo propósito. Y porque elegí continuar caminando, dejé el valle siendo más fuerte y sensible a la voz de Dios que nunca.
El problema con muchos de nosotros es que nos encontramos fácilmente enredados por nuestros sentimientos. Tormentas nos asechan y con frecuencia nos paralizamos con temor y desesperanza. Permitimos que nuestras emociones controlen nuestro pensamiento y nuestras mentes super ocupadas gastan todas las horas que tenemos despiertos tratando de entender cómo resolver estas situaciones. Nuestros heridos y cansados espíritus le dan pie a nuestras circunstancias deprimentes, las cuales nos dicen que nuestro problema es demasiado grande. En el proceso, se nos olvida decirle a nuestros corazones que nuestro Dios es más grande.
Mientras nos encontramos abrumados por nuestras circunstancias, perdemos perspectiva e invariablemente nuestra fe es sacudida. Y, antes de darnos cuenta, simplemente dejamos de caminar, nos paralizamos. He visto esto muchas veces: hombres fuertes y mujeres de fe, quienes fueron una vez gigantes, se convierten en soldados lisiados, demasiado cansados para seguir luchando, demasiado cansados para permanecer en la carrera. Sus emociones tomaron control de sus destinos. Sus valles ensombrecieron el tope de la montaña que era para que ellos la conquistaran. Sencillamente se rindieron.
Sé por experiencia propia que es difícil continuar cuando su mundo se está derribando. Cuando un ser amado se muere; o un(a) esposo(a) se va. O cuando el doctor le da noticias terribles.
Pero de nuevo, debemos decirle a nuestros corazones que ¡no es el fin! Hay una meta en frente de nosotros. Si no podemos correr, está bien. Aún podemos comprometernos a caminar, aunque sea lento, hasta que crucemos la meta final. Ciertamente, hay vida después del valle, pero no la va a encontrar al menos que siga caminando.
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